El comienzo de esta historia nunca se
supo, solo os puedo contar cómo en una noche sin luna ni estrellas, una
flecha ardiendo surcó el cielo partiendo
el aire, rozando al grajo y dando la clase de situación que declina en guerra. A
partir de ahí, todo fue confusión, despertares sin preliminares, lanzas y
espadas, flechas y escudos, mortales y viudas,
todo al son de los acróbatas guerreros
que irrumpieron sin aviso,
cruzando la frontera del exceso en pos
de los pobres ilusos.
Pero como en todas desgracias, en esta
encontramos otra de diferente calado, pues soldado de Astes fue herido por otro
de Cibrea,
y éste para apresarlo lo introdujo en
el interior de una cueva cercana,
que la intuía segura para que
confesara los secretos ocultos de su pueblo,
más en su odio se posó la pesadumbre
de la confusión,
e hizo las paces con el Dios de su
interior, ya que al mirar a su rehén,
más concretamente al mirarlo fijamente
a los ojos,
cayó prendado sin remisión en un dolor
que se asemejaba al amor.
Le curó las heridas a su rehén y le
untó bálsamo de hojas y miel,
para amortiguar su dolor. El Asteo se
sintió confuso al ver Cibreo en tal actitud, y quiso apartar de su costado la
mano que tanto calor le daba,
pero intuyó que para salvar su vida,
debía seguir la cura hasta mejorar su herida. Todo en silencio, y mientras
tanto los dos pensaban el impedimento de su lenguaje, que al ser de contenido
extraño para ambos, les imposibilitaba el poder hablarse.
Fuera, la contienda seguía su curso,
pero a Cibreo le costaba horrores detener su deseo, el deseo de besar al Asteo
con todo su amor, hasta dejarlo sin aliento, mientras éste poco a poco, daba
señales de su mejoría. Un buen día, se hartó de valor, y mirándolo fijamente a
los ojos, se deslizó muy suavemente mientras su corazón cada vez se aceleraba
más, pero tan solo quería rozar sus labios con los de su amado. Al fin el
encuentro se produjo, se juntaron y no se separaron pues la llamada de la
osadía fue con pasión recibida.
Lentamente las lenguas hicieron acto
de presencia y las acaricias fueron repasando
el mapa de ambos. En ese encuentro
hicieron astillas los remilgados patrones de Judea. La mano del Cibreo se paró
en el duro pecho, y bajaron por las olas del abdomen prieto, hasta posarse en
la dura presencia que rugía en su preso. La liberó de sus livianos trapos, la
asió lentamente, la introdujo en su boca, y con suavidad hizo movimientos
ascendentes y descendentes, hasta que
Asteo tras mucho jadear tembló y con dulzura separó su cabeza y la posó en su
tabla de duros abdominales.
Tras breve responso, ambos se
dispusieron una al contrario del otro,
con intención de que el placer fuera
mutuo. Fue tanta la pasión y el amor allí mostrado, que Cibreo tras un jadeo de
locura plena, eyaculó hasta la ribera tras espasmos de gozo infinito. A
continuación lo hizo Asteo, y el cuadro enseguida se contempló atendiendo a dos
amantes satisfecha su hambre y devuelta su realidad. Ambos se volvieron a
besar, se vistieron y desaparecieron rogando a sus Dioses no permitir
jamás que sus manos dieran fin a quien
tanto le había hecho sentir.
Antonio Jiménez