Por bajo talle de polvorienta calle
baja la providencia de un ser sin ser,
que vaga por entero su entera muerte,
sin encontrar morada para servir de
posada
a su triste figura. Afirman quienes
le ven
que su languidez es fruto de mil abusos
atracados en los sinsabores de la ruin
y distinguida venganza sin nombre.
Va caminando su pena por calles
sin más distinción que el del hombre
muerto, y es sabido por tierras
más vivas que su antaña lozanía eran triviales
juegos de lealtades al Dólar que desluce
agonizante
ante la senectud de sus ahora parcos
pasos.
Sin más rostro que carne colgando,
racimos de gusanos por ella luchando,
va renqueando su arrastrado paso
entre
las sombras de su amargura, pero
nadie
repara en él ya que su sola presencia
es
anuncio de la ponzoñosa muerte que
acecha.
La balada del hombre muerto, silba el
viento,
resuena un eco, quebranto de un duelo
por no estar vivo el más vivo de los
señores.
Aquel capataz que recreó el calvario,
y por rosarios rebosantes de sangre
invocando
al más grande, a Satanás por ruego en
canto,
pidiendo la maldición a tal tirano
del campo.
Pero esa noche ya consideraron muchas
las agonías del capataz sin alma, y
con armas,
trinchetes, palos y mal ambiente
dieron
alivio a este pobre tunante que calma
sus podridos huesos con el sonido del
odio.
Antonio Jiménez
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